Antes del despertador, suenan las gaviotas. El concierto arranca en medio de la oscuridad, cuando en Muros todavía duerme hasta el sol. Pero las aves insisten. Y, poco a poco, sacan al pueblo de la cama. Algún bar levanta la persiana, un hombre mayor apura su café y se adentra en la brisa, hacia los muelles. Son apenas las siete de la mañana y decenas de sombras ya rastrean el fondo de la bahía. Hay que cumplir con aquella promesa que todos los restaurantes ofrecen en sus carteles: “Mariscos del día”.
Los folletos turísticos tienen más armas de seducción para el visitante. Hay placitas de postal, vistas dignas de la fama de las Rías Baixas y otros encantos. Hace poco, un concurso televisivo dio a los vecinos un peculiar motivo para el orgullo: resulta que atesoran la calle más estrecha de España, Rua de Soidade. No caben, en efecto, ni dos personas. Y, sin embargo, ninguna señal destaca el atractivo más reciente de Muros: aquí empieza, desde hace unos meses, un nuevo Camino de Santiago.
En la oficina de turismo tampoco se explican la falta de anuncios. Se encogen de hombros: “Se hizo así”. Es decir, los esfuerzos se concentraron, primero, en obtener la aprobación de la Iglesia. Y sucedió, el 15 de diciembre, tras una investigación de tres años: la ruta Ría de Muros-Noia fue declarada jacobea, por su valor histórico como vía de peregrinación. Por tanto, el que explore estas tierras —también se puede empezar desde Porto do Son— tiene derecho a pedir credenciales, sellos y, una vez alcanzada la catedral, la preciada Compostela, sinónimo de misión cumplida.
Por lo demás, quizás, el nuevo Camino ha pecado de exceso de fe. De ahí que no haya llegado preparado a su primer verano. Sebastián Valverde Comesaña, principal responsable de la ruta y secretario técnico de la Asociación de Concellos del Camino de la Ría de Muros-Noia, admite que “no estamos ni al 10% de donde tenemos que estar para competir con los otros”. Por ahora, no está reconocido por la Xunta de Galicia; faltan albergues, señalizaciones oficiales, publicidad. Y eso que los reclamos para vender son muchos. Puede que los veteranos lo vean solo como un atajo: bastan tres días y unos 80 kilómetros, frente a las semanas que exigen las rutas más célebres. Pero miles de senderistas invaden cada año esos míticos itinerarios. Aquí, en cambio, la única compañía de momento es la del Camino. A solas con el bosque. Y con el mar.
Nuevo Camino de Santiago
El nuevo tramo conforma un recorrido de 78,69 kilómetros entre Santiago y Muros, y salva un desnivel de 1.855 metros en total.
Pero en velero también se llega a la catedral. Cuatro días de navegación, 90 millas náuticas y un último tramo a pie de una decena de kilómetros valen el acceso a la Compostela. Por supuesto, sin motor, mecidos o empujados por la voluntad del viento. “Hemos trabajado para ser el Camino que apueste por la peregrinación marítima. La mayoría de los impulsores quiere que sea más exclusivo y no se oriente a la masificación”, agrega Valverde.
Por ahora, lo cierto es que es posible no encontrarse ni un peregrino en los tres días. En el estanco Kino, del pueblo de Esteiro, al comienzo de la ruta, confirman que entre junio y julio le pusieron un sello a un joven. Decenas de kilómetros más adelante, en Casa Rosalía, un hotel gastronómico en Brión, el relato no cambia: “Vino una chica, hará unas dos semanas. Estaba encantada”.
Durante largos tramos, no hay más almas vivas que abejas, pájaros y el temible perro de algún lugareño. Con permiso, eso sí, de la omnipresente vegetación. Tanto que a menudo plantas y árboles conquistan y engullen el sendero. O esconden, justo antes de un desvío, la pintada azul que muestra la dirección a seguir. El que quiera olvidar por completo el móvil tendrá que concederle al menos una excepción: Google Maps. “Aunque se limpió en invierno, esto es Galicia y la primavera y las lluvias hacen que la vida resurja incluso donde no queremos”, se justifica Valverde. Parte del encanto, o del problema, según la perspectiva. No por nada hay zonas de España donde a julio se lo conoce directamente como “mes de la hierba”.
Todos lidian con ello. Hacia el principio de la ruta, en la aldea de Priegue, una anciana corta el avance de la vegetación desde la raíz: con varios toques limpios y serenos de hoz. Son demasiados años como para preocuparse. Otra casa, kilómetros más adelante, ha optado por una solución casi inaudita a estas latitudes: césped artificial.
Para el caminante, dejarse rodear por la naturaleza puede ser fuente de placer, aunque también de inquietud. Porque, a veces, el Camino parece adentrarse en la isla de la serie Perdidos. Pero otras, en cambio, bien podría aparecer la casita de Hansel y Gretel a la vuelta de la esquina. Hay tanto verde que bastaría un arpa de fondo para creerse en Irlanda. Pero hasta el menos cinéfilo se acordará, cuando avance solo entre infinitos campos de millos, de que en las películas de terror aquello siempre acaba mal. Además, que la ruta roce al menos cinco cementerios no puede ser casualidad. Quizá, simplemente, tenga uno demasiado tiempo para pensar.
Porque la única amenaza, en realidad, resulta ser la lluvia. Más allá de niebla y cielo gris, sin embargo, la tormenta siempre acecha, pero casi nunca golpea. Y cada vez que el Camino vuelve a cruzarse con la carretera y la sigue durante largos trechos, basta el paso de un par de coches para echar de menos duendes y silencios. Pasando por el Concello de Rois, cuelga de una pared el anuncio del espectáculo #2Pilgrims, de Álex Sampayo, dedicado al Camino de Santiago. Si representara esta ruta, la obra sería un monólogo.
A falta de compañía, por lo menos, está la imaginación. Y la historia. Aunque cueste creerlo, por estos senderos hace un milenio marcharon cientos de soldados. Hoy reina tanta calma que, a ratos, dan ganas de hacer cualquier ruido, incluso aplaudir, de repente, aunque solo sea para espantar a las serpientes. Pero en el verano de 1147 el choque de espadas y armaduras debía de ser ensordecedor. El ejército cruzado, tras desembarcar en el puerto de Noia, prosiguió a pie hasta Santiago para pedir apoyo al apóstol en la segunda lucha santa. Y, de alguna manera, inauguró esta ruta jacobea.
El aspecto actual de algunas casas, en las aldeas más remotas, permite fantasear con que ya estuvieran ahí entonces. Puede que hasta presenciaran aquel desfile militar. O quizás en su interior se comentara, casi cuatro siglos más tarde, que el mismísimo emperador Carlos V había enviado una carta al gobernador de Galicia para pedir la liberación de unos 50 franceses apresados en Muros. Eran “romeros”, peregrinos, y debía permitírseles continuar hasta la catedral.
En todos estos episodios y otros se basó el reconocimiento del nuevo Camino. Y por más que todavía difiera mucho del francés o el primitivo, el espíritu no deja de ser el mismo. Avanzar, reflexionar y disfrutar. Vivir la experiencia, dicen algunos. Y no les falta razón, porque incluso en una ruta solitaria ocurren cosas. Aunque la furgoneta que se acerca despacio, a unos seis kilómetros de la catedral, casi parece un espejismo. O una broma del destino. Su mensaje por megafonía martillea las calles alrededor: “Recogemos chatarra”. A estas alturas, uno casi se da por aludido.
Pero todavía no es hora de tirarse al suelo y cruzar los dedos. Cualquier Camino de Santiago, por definición, termina ante la catedral. Y cuando ya solo falta menos de una hora, tiene lugar una segunda aparición, aún más sorprendente. Detrás de una esquina, asoma otro sendero. A saber de dónde llega. Pero luce una señal con el símbolo oficial. Y trae consigo una visión hermosa: rodillas vendadas, caras agotadas. Y, sin embargo, sonrisas. En una palabra, peregrinos. Al fin, como un último regalo milagroso del apóstol. Casi 75 kilómetros en solitario para recibir por primera vez el célebre augurio de otro ser humano: “¡Buen Camino!”. Poco importa que esté a punto de terminar. Desde luego, lo ha sido.
Fuente: El País